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Él estaba contemplando los cimientos


Foto cortesía de Laura Andrea González Ríos.

Demoler un edificio toma tiempo, así que los trabajos debían de haber comenzado temprano para que a las diez de la mañana ya no quedara nada del segundo piso de la casa. La puerta de entrada con su ventanita redonda y su pintura blanca, descascarada, seguía en pie, aunque parecía decapitada, sin nada que sostener más que el cielo de una mañana fría. Desde lejos vi la maquinaria que se asomaba al interior de la casa, cuellos de dinosaurio metálicos que devoraban los muros y las columnas con parsimonia.


Antes que ver la demolición oí el estruendo de los escombros que se acumulaban en montañitas por todo el lote. Un camión oxidado recibía las piedras y los fragmentos de baldosa para, eventualmente, llevárselos lejos. De la casa no quedaría más que un recuerdo borroso y las historias que de ella se pudieran contar.


Yo no solía tomar ese camino para ir a la universidad, pero ese día el bullicio y la demolición me obligaron a desviarme para ver la escena más de cerca. Siempre me ha fascinado el concepto de demoler un edificio; es una destrucción controlada, meticulosa, que en unas cuantas horas –a lo sumo un par de días– borra la presencia de algo que parece inmutable. Al llegar a la esquina me detuve un momento a presenciar aquel acto de deconstrucción – qué palabra más gastada en este presente de identidades deconstruidas.


Me dejé hipnotizar unos segundos por el vaivén de la retroexcavadora, mientras pensaba en aquella casa que ya no sería. Recordé que, hacía muchos años, allí había un restaurante chino que después se había trasladado a otra casa, una cuadra más abajo. Mamá y yo almorzábamos ahí los miércoles, cuando yo llegaba temprano del colegio. Yo pedía una bandeja con pollo frito que siempre me quedaba grande, y me la empacaban para llevar, para la comida. Recordé que el lugar solía estar lleno, que en cada mesita metálica había un tarro de salsa de tomate aguada y uno de salsa agridulce de un color rojo radioactivo. También recordé que frente a la puerta había unas escaleras, pero que no se podía subir, y al fondo a la derecha se llegaba al patio, cubierto por una marquesina, donde se podía comer si una de las mesitas estaba vacía. Casi siempre estaban ocupadas.


Sin embargo, lo que más recordaba de aquel restaurante era al hombre que lo atendía.


Respiré profundo y en un instante regresé al presente; vi los escalones de la escalera prohibida dispersos por todo el lote, frente a la puerta solitaria. Entonces lo vi a él, a unos cuantos metros hacia mi izquierda, apoyado contra una paredilla mientras observaba la obra desde la acera opuesta, como yo. Tenía unos jeans pasados de moda, un polo blanco que seguramente había sido más brillante alguna vez y su característico delantal de algodón con un bolsillo al frente; el conjunto reposaba sobre su cuerpo delgado como un estandarte a otros tiempos, tal vez más prósperos. En su mano derecha se consumía un cigarrillo.

Pasó su mano izquierda por su pelo canoso y grueso, mientras miraba la demolición con unos ojos cargados de recuerdos, desconocidos para mí. Su figura quedó impresa en mi memoria como una fotografía. Aún puedo ver su rostro un poco descompuesto ante el espectáculo de su pasado en ruinas.



Todavía hoy no sé cómo se llaman, ni él, ni su esposa, ni su hijo. Pero ellos y su restaurante han sido una constante en mi relación con el barrio. Sé que el nombre del restaurante significaba “puerta dorada” y se escribe así: 金門. Ellos ya estaban en la casa que después sería demolida cuando nosotros llegamos al barrio, y siguieron muchos años en la segunda casa. Él siempre atendía a sus clientes con una gran sonrisa que compensaba su manejo imperfecto del español. Su esposa, en cambio, nunca sonreía. Ella atendía la caja y recibía los papelitos rosados que él marcaba con un lapicero rojo y un sello. Nunca entendí lo que decían los papelitos, no sé si era chino o su propio código secreto, pero ella siempre cobraba lo que era, aunque creo que no les gustaba empacar los restos de mi bandeja con pollo frito.


Alguna vez mi mamá se puso a conversar con él mientras pagaba la cuenta. Él probablemente le dijo que yo estaba muy grande porque recuerdo haberme escondido detrás de mi madre, por pena, aferrado a mi bolsita con el pollo. Mamá, para responder, le preguntó por su hijo, a quien a veces veíamos llegar del colegio mientras comíamos.


Él le dijo:


—Participó en un torneo y ganó —con una sonrisa llena de orgullo.

—¡Ah! ¿De fútbol? —le preguntó mamá con genuino interés.

—¡No! ¡Matemáticas! —con una pequeña carcajada divertida, como si no se esperara esa confusión respecto a algo que para él debía ser evidente.



A veces pedíamos arroz a domicilio. Cuando yo llamaba, siempre esperaba que contestara él, porque entendía mejor y me parecía más amable. Cuando ella contestaba, la conversación era algo así:


—Buenas, quisiera pedir un domicilio.

—¿Qué sería?

—Un arroz de camarón.

—¿Camaló? Y pollo y cerdo… Epeciá’.

—No, no el especial. Solo camarón.

—¿Solo camaló?

—Sí, solo camarón.

—¿Para dónde?


Dar la dirección era otro cuento, sobre todo para diferenciar el “tres” del “trece”. Pero al final el pedido siempre llegaba bien. Al principio él hacía las entregas personalmente en una bicicleta de ruedas muy delgadas, aunque con el tiempo empezaron a contratar estudiantes para que les hicieran los domicilios. Se lo veía ir y venir por el barrio con las bolsas colgadas del manubrio y con los ojos entornados para descifrar las direcciones.


Al llegar entregaba la orden, aún caliente, y rechazaba las propinas. Creo que, a su modo de ver, él solo estaba haciendo su trabajo y el precio del arroz era lo que le correspondía. Después se volvía a montar en la bicicleta y se alejaba pedaleando despacio, como si no tuviera prisa por volver al restaurante, o como si se negara a tenerla.


Entonces yo subía con la bolsa plástica aún caliente y la ponía sobre el mesón. Siempre tocaba rasgarla porque el nudo era demasiado apretado, imposible de deshacer; siempre optábamos por la solución Magna al problema Gordiano. Una vez sorteado ese obstáculo venía la caja de Icopor rebosante, tan llena que venía envuelta por una tira de cinta de enmascarar que se aferraba con todas sus fuerzas para contener esa montaña de arroz. En ese momento ya se sabía que el resto de la semana el almuerzo y la comida irían acompañados de arroz chino.


Cuando la nube de vapor aromático se disipaba, por fin se podía apreciar aquel monte, aquel bloque compacto de arroz –con pollo, o camarones, o vegetales, o epeciá’– que según ellos “alcanzaba para tres” y uno no sabía si eran tres personas o semanas. A eso se le añadía una bolsita atiborrada de la misma salsa agridulce color rojo radioactivo que había sobre las mesas del restaurante, bolsita que terminaba inexorablemente petrificada al fondo de la nevera en un recipiente olvidado, porque era tanta que ni siquiera ese Everest de arroz bastaba para usarla toda, pero que mi mamá se resistía a botar porque «le daba pesar». La salsa de soya, en cambio, brillaba por su escasez: apenas una bolsita como del tamaño de un sobre de azúcar para semejante cuerno de la abundancia asiático.



El recuerdo de este hombre contemplando la demolición de su antiguo local mientras se fumaba un cigarrillo me persiguió durante muchos años. Siempre me decía: «Tienes que escribir algo con eso antes de que se te olvide», pero como suele sucederme con lo que más quiero hacer, lo pospuse por mucho tiempo, escondiéndome en la excusa de que no era tan importante. El impulso de contarlo me volvió durante la pandemia, un día en que llamamos a pedir un domicilio de arroz de vegetales – que venía acompañado de una porción considerable de papitas fritas, relucientes de un aceite reutilizado quién sabe cuántas veces. Cuando llamé a pedir ese domicilio llevábamos unos dos meses de cuarentena estricta en Bogotá, el barrio estaba bastante solo, quieto, debido a la ausencia de los estudiantes de la universidad que ya no lo frecuentaban debido a las clases a distancia.


Ni Nena ni yo quisimos llamar, por miedo a lo que encontraríamos al otro lado de la línea. La pandemia le había costado sus negocios a mucha gente del sector y temíamos que el restaurante chino no hubiera sido la excepción. Fue mi mamá la que llamó, con el teléfono en altavoz. El tono repicó dos, tres veces, y, por un instante tuvimos miedo de que solo no contestaran. Después de la cuarta señal se escuchó la voz de él al otro lado de la línea:


—¿Aló?

—Buenas tardes, es para un domicilio. Sería un arroz de vegetales.

—No, ya no.

—¿Ya no tienen arroz de vegetales?

—Ya no hay domicilio, ya no hay restaurante.

—¿Ya no? —le preguntó mi madre con una voz apesadumbrada.

—Noooo… Yo estuve muy enfermo. Y ahora estoy muy cansado.

—¿De verdad? —respondió mi madre incrédula, mientras Laura y yo nos mirábamos con esa cara de quien confirma una mala noticia que ya se presentía.

—Sí, ya muy cansado. Qué pena.

—Bueno… Muchas gracias.

—Bueno, ‘ta luego.


Nos miramos durante un rato en silencio, sin saber muy bien qué decir. Preferimos no decir nada y pedir otra cosa, pero era claro que a todos nos llenaba de una pena extraña ese cierre tan abrupto, no solo del local, sino de un ciclo en nuestro habitar el barrio. Lo más triste, creo, fue el darnos cuenta de que no lo habíamos pensado sino hasta que lo necesitamos, hasta que quisimos pedir un arroz. Lo más triste, creo, fue darnos cuenta de que habíamos sido egoístas, o de que es muy difícil no serlo a lo largo de nuestras vidas. En ese momento me volvió a la mente la imagen de este hombre pensativo, fumándose un cigarro ante las ruinas de su pasado. Y cualquiera diría que, en ese momento, empujado por la indignación hacia mi propio egoísmo, me senté a escribir la historia. Pero… una vez más lo pospuse.


Pasaron muchos meses de encierro, demasiados. Pasamos diez meses en Cali. Yo volví después a Bogotá, a preparar papeleos y a pedir citas médicas. Estuve solo en casa, con mamá, durante dos meses. Fueron dos meses de reencontrarme con el apartamento, con el sector. Dos meses de re-conocer y de re-conocerme en ese territorio que habité durante la mayor parte de mi vida. Un día, mientras caminaba hacia la Caracas para ir a una cita médica en la EPS, me detuve en un semáforo – como buen ciudadano que soy, aunque haya quienes me critiquen estas rectitudes. Mientras esperaba a que el sujeto rojo se pusiera verde, vi que alguien se detenía junto a mí. Era él, y caminaba en la misma dirección. Lo miré, él me miró, yo lo reconocí, pero yo no sé si él a mí. He cambiado mucho en pocos años, hace tiempo no iba al restaurante, pero quién sabe. De pronto le daba pena decirme que me había visto crecer pero que no sabía mi nombre. Conveniente, tampoco yo sé el suyo.


Cuando el sujeto rojo se volvió verde cruzamos la calle y pasamos junto al caño al final del Parkway. Desde ahí vimos a varios habitantes de calle que duermen en la zona. El caño estaba caudaloso porque había llovido hacía poco tiempo. Estábamos caminando al mismo ritmo, sin decir nada, pero sin intentar separarnos. Al ver a los indigentes, me dijo:


—En mi país el gobierno no deja que eso pase.

—¿De verdad? —le respondí, intentando disimular la emoción que sentía al poder entablar una conversación con él. Se sentía como conocer en persona a una superestrella. Como a un rockstar de mi infancia.

—De verdad. No hay así. Aquí mucha gente que vive en la calle. Allá no dejan.

—¿Y de dónde viene? —le pregunté. Era una pregunta que siempre le había querido hacer, porque siempre sentí que «de China» no era la respuesta que buscaba.

—Yo soy de Taiwán.

—¿Y hace cuánto está en Colombia?

—Yo llegué aquí hace más de veinte años.

—¿Y eso por qué? ¿Por qué vino a Colombia?

—Yo soy técnico en revelado de fotografía. Llegué aquí con los primeros equipos. Para revelar. Primero aprendí blanco y negro. Después color. En Taiwán. Y después vine aquí. ¡Yo llegué antes que Foto Japón!


No me podía creer lo que estaba sucediendo. Sin siquiera buscar la oportunidad estaba reconstruyendo un enigma que me había perseguido durante – literalmente – años.


—¿Y siente que es muy distinto?

—¡Claro! Allá es muy limpio. Aquí el gobierno no hace nada. Todo muy descuidado.

—¿Y cuánto tiempo siguió con la fotografía?

—Después de las cámaras… digitales, ya cada vez menos. Puse un restaurante. Pero ya tampoco. Ahora voy a comprar un libro. Ahí. ¿Dónde la librería?


Miró a su alrededor. Habíamos hablado durante un par de cuadras y no se había dado cuenta del tiempo. Iba para el Dinosaurio – icónica librería de libros leídos en la 45 – y se había pasado casi una cuadra. Supongo que se distrajo hablando conmigo. Me gusta pensar que se sentía cómodo compartiéndome esos detalles.


—¡Me pasé! Bueno, por ahí seguimos hablando. ¡Chao!

—¡Chao! —le respondí con una sonrisa un poquito triste.


Retomé mi camino hacia la EPS, sin poder creer lo que me había sucedido. En el camino de regreso a casa, después de la cita médica, pasé frente a donde era el restaurante. Hoy en día es su casa, y se ve en la pintura blanca un rectángulo más claro donde estaba el letrero. Ese día me dije que quería terminar este escrito y dejárselo en un sobre debajo de la puerta, pero no fui capaz, no sé si por pena o por falta de entusiasmo – ¡hay veces que sentarse a escribir requiere tanta fuerza! – pero una vez más pospuse terminar el relato.


Unos días antes de viajar a París volví a pasar frente a su casa y lo vi desde lejos, barriendo el antejardín. Él no me vio y yo no me atreví a acercarme para saludarlo. Hoy me digo que tal vez lo habría apreciado, que lo habría podido conocer mejor si supiera cómo acercarme a la gente sin morirme de pena y de angustia. Pero no lo hice. No puedo decir que me arrepienta. Ya estoy muy lejos como para que sirva de algo arrepentirme. Lo mínimo que puedo hacer para honorar este contrato tácito que llevo cargando desde que lo vi observando los cimientos de su vida, es dejar de posponerlo y terminar el relato de una vez por todas.

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